-¿Cómo llega la familia Manzoni a Colonia Seré?
-Mi tatarabuelo, Juan Manzoni, llegó desde Italia al puerto de Montevideo, Uruguay. Después se mudó al departamento de Canelones. Ahí nació en 1892 mi bisabuelo, Félix Manzoni. Gente de campo, ruda y trabajadora, no era mucho de hacer papeleos, así que siempre la rama Manzoni (justamente) fue la más difusa de mi árbol genealógico. Para principios de siglo XX llegaron a Seré y se instalaron en un pequeña quinta al sur de las vías del Ferrocarril Sarmiento. Es como si la historia empezara con ese bisabuelo Félix, al que tuve la suerte de conocer. Por supuesto, que sé que los primeros Manzoni vinieron de Calabria, Italia; pero a mí me gusta fantasear con la idea de que en el algún punto tenemos un porcentaje de la sangre del gran Alessandro Manzoni, uno de los mejores escritores italianos, que nació en Milán y que escribió, entre otras cosas, “Los novios”. Volviendo al abuelo Félix, puedo contar que era Molinero y que se casó allá por la década del 20 con Antonia Rodríguez. De ellos nacieron mi abuelo, Emilio Ernersto, y Félix Gilberto. Emilio se casó a su vez con Yolanda Cipolla (otra familia tana, pero llegada de Sicilia). Ellos dos, con los que me crié y fueron como mis segundos padres, tuvieron a Daniel, mi papá, y Adolfo (Dolfy). Daniel se casó con María Inés González (obviamente, de familia gallega, con madre de apellido Rivas), y de esa unión nació quien escribe estas líneas: Carlos Daniel Manzoni, que vivió en Colonia Seré hasta los 17 años.
-¿Cómo recordás los primeros años allí?
-Recuerdo la felicidad pura de criarme con total libertad, corriendo, andando en bicicleta y jugando a la bolita en esas calles de tierra en la que todos se saludaban. Seré era un mundo aparte. Tengo presentes los mates con los abuelos y los “entrenamientos” de arquero que tenía con mi viejo. Me acuerdo de esas tardes veraniegas, de siesta (no dormida) y calor, en las que salía con una rama a la calle a cazar las miles y miles de mariposas que formaban nubes en el aire (nunca más volví a ver ese fenómeno). También el “olor a circo” que había en el terreno que estaba en frente de casa cada vez que una compañía de esas visitaba el pueblo y se quedaba por un mes por lo menos. Además, tengo presente el bullicio de la gente grande de Seré trabajando, pero también entreverándose con los más chicos en pucheros de bolitas o en picaditos de fútbol. Y dejo para lo último a mi amor eterno: la pelota. Recuerdo que dormía con una número cinco (con gajos de los viejos) al lado de la cama, al otro día me levantaba temprano y salía con ella al pie a recorrer calles y canchitas (había varias improvisadas en Seré). Jugábamos a la pelota a toda hora, en la calle, como dije, usando como arcos los árboles de las veredas o poniendo dos buzos (complicado el tema de determinar cuándo una bola se iba alta, jaja). Cuando ya no daba más la luz del día, seguíamos jugando a tientas, casi sin ver nada. Y cuando ya la oscuridad era total, improvisábamos un “ta ta”, ese juego parecido a la escondida, pero un poco más rudo.
-¿Cuándo te tocó dejar el pueblo? ¿Cómo fue ese momento?
-Lo tengo en la memoria como si fuera hoy. Una noche ventosa de marzo, me despedí de la abuela Yolanda y caminé cuatro cuadras con el abuelo Emilio (que me ayudaba con los bolsos), hasta la casa del doctor del pueblo, Luis Galán. Él es el padre de un amigo con el que yo compartiría departamento en Buenos Aires y nos llevaría hasta Tejedor en su auto, para que tomáramos el ómnibus a la Capital (de Seré no salían ómnibus). Después de eso, recuerdo el viaje largo y la llegada a un lúgubre barrio de San Cristobal. A partir de ahí, todo fue estudio y espera a que llegara fin de mes para volver un fin de semana al pueblo. Muchas veces, viajaba en tren (ya muy deteriorado) que tardaba como 12 horas en hacer un viaje de 7 horas. Apenas pisaba Seré, la abuela ya estaba con el mate en la puerta esperándome para tener inolvidables charlas.
-Soles volver a Colonia Seré… ¿Cómo lo ves con el paso del tiempo?
-No vuelvo mucho a Seré desde hace diez años, porque mis padres hace ya mucho tiempo que viven en Carlos Tejedor y mis abuelos (que murieron en 2011 y 2015) también se habían mudado a esa ciudad unos años antes. He visitado el pueblo de pasada o para saludar a algunos primos y amigos que todavía viven ahí. Justamente, en noviembre del año pasado estuve un fin de semana, me junté con viejas amistades, reviví asados, trasnochadas en el Club Los Once, con cerveza o fernet de por medio y, por supuesto, miré los partidos de las inferiores de fútbol de Los Once. Disfruté comprobar cómo la gente me saluda con cariño y se alegra al menos (al menos los que lo demuestran, jajaja). Trae un poco de nostalgia recorrer esas calles (que, salvo por algún que otro cordón de cemento, siguen iguales) y pasar por la casa de mis abuelos donde me crié y ese patio donde tantas tardes pasé “pateando” una pelota contra la pared o leyendo ávidamente la revista El Gráfico y libros variados.
Nota publicada en AreaUrbana 69