Durante más de cuarenta años, mi carrera ha estado guiada por una convicción inquebrantable: la accesibilidad no es un añadido, sino una parte esencial del buen diseño. Mi viaje en este campo no fue una elección académica abstracta, sino una necesidad personal. Como estudiante de arquitectura, ya notaba la falta de normativas y soluciones inclusivas. Sin embargo, fue mi propia experiencia como usuario de silla de ruedas, a raíz de un virus contraído durante el servicio militar en 1982, lo que transformó mi perspectiva profesional y personal para siempre. Descubrí en carne propia que ni las leyes ni el diseño prestaban la atención necesaria a las personas con movilidad reducida.
Esta realidad me impulsó a especializarme, primero desde la Administración Pública y luego fundando mi propio estudio, Rovira-Beleta Accesibilidad. Desde entonces, mi misión ha sido promover lo que denomino “accesibilidad desapercibida”. Esta filosofía va más allá del mero cumplimiento de una normativa; se trata de integrar los criterios de accesibilidad —visuales, auditivos, táctiles— de una manera tan orgánica que no alteren el diseño original. El objetivo es que cada elemento accesible pase inadvertido, que sea completamente normal, permitiendo que todos los usuarios se desenvuelvan con total autonomía sin que ello suponga un sobrecosto o un sacrificio estético.
La accesibilidad es, ante todo, una cuestión de actitud. Invito a mis colegas a pensar en sus propias familias: en sus padres, abuelos o hijos. Todos ellos merecen independencia. A veces, las soluciones más eficaces son las más sencillas. Diferenciar colores y texturas en suelos y paredes, por ejemplo, facilita enormemente la orientación de personas con dificultades visuales o cognitivas. No se trata solo de cumplir una regla, sino de mejorar la calidad de vida sin renunciar al buen diseño.
He tenido el privilegio de asesorar en proyectos de gran envergadura como los Juegos Olímpicos de Barcelona ’92, la Expo Zaragoza 2008 y la adaptación del entorno de la Alhambra. Cada uno me ha enseñado lecciones valiosas. En Barcelona ’92, una de las primeras cosas que noté es que la propia oficina de la División de Paralímpicos estaba en un primer piso sin ascensor, lo que nos obligó a replantear todo de inmediato. En la Alhambra, aprendimos que la accesibilidad en el patrimonio histórico no significa tocar ni una sola piedra protegida; comenzamos por mejorar la web, las taquillas y los baños no protegidos, demostrando que era posible mejorar el conjunto sin dañarlo.
Un principio fundamental de mi trabajo es que, si un espacio es accesible para una persona en silla de ruedas, cuyas dimensiones estándar son de 1,20 m de largo por 70 cm de ancho, automáticamente mejora la circulación para todos: familias con carritos de bebé, personas con maletas o cualquiera que necesite un poco más de espacio. Incorporar esta medida no requiere ampliar los espacios, sino que añade comodidad y seguridad para todos los usuarios.
A menudo me encuentro con la percepción de que la accesibilidad es un costo añadido. Para rebatirlo, suelo usar el ejemplo de una vivienda. Con adaptaciones menores, como una rampa suave o pasillos de 90 cm, no solo hacemos un hogar apto para toda la vida, sino que también aumentamos su valor comercial. La accesibilidad bien planificada no suele tener un costo adicional y siempre aporta comodidad y seguridad.
La formación es clave para cambiar esta mentalidad. En la Universitat Internacional de Catalunya (UIC Barcelona), la asignatura de “Accesibilidad” es obligatoria en el grado de Arquitectura, algo único en España. Sin embargo, es urgente que esta materia se imparta de forma obligatoria en todas las universidades y colegios profesionales, porque todos, tarde o temprano, necesitaremos un entorno inclusivo.
Mi motivación diaria como arquitecto es mejorar la calidad de vida de todas las personas a través de mi trabajo. En una sociedad que envejece y donde proliferan nuevos vehículos de movilidad personal como bicicletas y patinetas o monopatines, el diseño accesible beneficia a todos. Un ejemplo claro son los vados peatonales en las veredas, que hoy utiliza todo el mundo sin distinción.
Invito a la próxima generación de arquitectos y diseñadores a ver la accesibilidad como lo que realmente es: un reto creativo y un acto de respeto hacia la autonomía de todas las personas. Incorporar colores, olores, texturas y sonidos en sus proyectos no sólo es posible, sino deseable. Al hacerlo, sin costo extra y sin alterar la estética, estaremos construyendo un futuro donde el entorno no ponga barreras, sino que nos acoja a todos por igual.
Por Enrique Rovira-Beleta